Relatos (de) Recreativos. Historias de ficción ambientadas en salones recreativos. Historias forjadas bajo el martillo del crédito. Historias escritas con la pluma en una mano... ¡y un buen joystick en la otra! (interpreta esto como puedas).
Para sus doce años, Colibrí era un niño extraordinariamente pequeño. Enano, canijo, diminuto... ningún adjetivo hacía suficiente justicia a la increíble brevedad física de Colibrí.
Colibrí fue un niño prematuro, de esos que se caen del nido antes de tiempo ... tal era su ansia por volar, tal era su ansia por vivir. Las viejas del barrio dicen que Colibrí era un "niño milagro" pero el auténtico milagro era verlo jugar a una máquina recreativa.
El hábitat natural de Colibrí eran los recreativos del Tío Raimundo donde podía verse cada tarde volando de una a otra recreativa hasta posarse en una de ellas. La escena que se desarrollaba a continuación tenía tanto de patética como de maravillosa: Colibrí se colocaba de puntillas frente a la recreativa y extendía sus raquíticos brazos en toda su longitud, logrando a duras penas que las yemas de sus diminutos dedos alcanzaran el joystick y los botones. La cabeza quedaba muy por debajo del panel de control, lo cual le impedía ver la parte inferior de la pantalla. Con la cabeza agachada deslizaba penosamente una moneda de cinco duros. Ahí acababa lo patético y comenzaba uno de los mayores espectáculos de la naturaleza: el vuelo del Colibrí.
Colibrí daba entonces un salto pequeño, casi cómico, pero suficiente para ver durante una fracción de segundo la totalidad de la pantalla. Apenas había alcanzado el suelo cuando se sucedía un segundo salto. Luego venía un tercero. A los pocos segundos, no sólo era imposible seguir la cuenta, sino que uno ya no era capaz de asegurar si los pies de Colibrí estaban tocando el suelo. La velocidad de sus dedos tenía poco que envidiar a la de sus pies y sus manos formaban sobre el panel de control un borrón imposible de seguir con la vista. El resultado final era un niño de doce años, de un tamaño y peso ridículos, levitando frente a una recreativa mientras sus dedos libaban una y otra vez los botones en busca de néctar que llegaba en forma de grandes puntuaciones.
Más allá de su ridículo tamaño y su asombrosa habilidad en las máquinas recreativas, Colibrí era un niño sonriente, aunque o bien no sabía hablar o bien no quería hacerlo y las pocas veces que lo hacía era únicamente cuando estaba junto al "jefe" o cuando alguien le preguntaba:
- ¿Cómo va a vida Colibrí?
A lo que siempre respondía sonriendo:
- ¡Va y viene, va y viene!
Pese a su irrisorio tamaño, nunca quiso usar un taburete para jugar. Recuerdo que un día intentamos obligarlo a subir. Yo mismo lo cogí en brazos. Me sorprendió lo poco que pesaba, como si su cuerpo estuviera completamente hueco, a excepción de un enorme corazón que latía tan frenéticamente que me recordó al de un animal. Entre cuatro conseguimos sentarlo pero se revolvió tan fuerte que se nos escapó, agitándose de tal modo en el aire que alcanzó de un salto (a mi me pareció un vuelo) el mostrador del “jefe”, que le esperaba, protector, con la mano abierta y extendida llena de pipas y caramelos, del mismo modo que los viejos dan de comer a las palomas.
Jacinto decía que una vez escuchó decir a su padre que, para los objetos que se mueven más deprisa, el tiempo pasa mucho más despacio. De ser así, la vida de Colibrí debía transcurrir a cámara lenta. Diego dijo que había un modo de comprobarlo... hacerlo jugar a dos máquinas a la vez.
Colibrí llegó como cada tarde, sin saludar, pero con esa sonrisa suya que valía por mil saludos. Le explicamos lo que tenía que hacer. No dijo nada, simplemente se colocó frente a las máquinas del Tetris y el Street Fighter II, ambas separadas por apenas un palmo.
Éramos siete personas en los recreativos, contando a Colibrí, y todos comprendimos que lo que estaba a punto de ocurrir era algo irrepetible. Colibrí comenzó su vuelo de forma habitual, salto a salto. En las primeras pantallas del Tetris, las piezas caían tan lentas que hacía parecer aún mayor la velocidad de Colibrí, capaz de ganar un round al Street Fighter antes de que la pieza del Tetris llegara a su posición definitiva. Jugando con Dalshim era capaz de mantener alejados a los enemigos con sus ataques largos, y los altos y eternos saltos del personaje contrastaban con los frenéticos saltos cortos de Colibrí.
Trascurrido un tiempo, las piezas del Tetris en las últimas pantallas caían a una velocidad endiablada y los jefes finales de Street Fighter atacaban tan rápido que exigieron un último esfuerzo a Colibrí. Este comenzó a saltar y agitar las piernas aún más rápido. Las colillas y envoltorios de chicles y caramelos comenzaron a arremolinarse como si un tornado se estuviera formando bajo sus pies, ahora ya casi invisibles. Las manos parecían estar a un tiempo en los botones de ambas recreativas.
Entonces, incrédulo, quise comprobar algo. Pasé la mano a ras de suelo, debajo de Colibrí, en la zona donde se presuponían sus pies, pero ahí no había nada. Sus pies parecían haber abandonado de forma definitiva y permanente el suelo. Colibrí ya no estaba saltando, en ese momento Colibrí estaba, real y verdaderamente, volando.
Durante un tiempo lo vimos ahí, oscilando en el aire de una a otra recreativa, libando con sus dedos los botones, como si de un documental de naturaleza se tratara, hasta que colocó la última pieza del Tetris en el mismísimo momento en el que con la otra mano derrotaba a M.Bison, el cual caía, irónicamente, a cámara lenta. Y sólo entonces Colibrí se posó sobre el suelo, nos sonrió de nuevo y se marchó. Nunca más volvimos a saber de él.
Hoy, después de tantos años, me pareció volver a ver a Colibrí por el barrio. Parecía estar de paso, subiendo a un ritmo frenético maletas y bolsas de viaje en un coche. A su alrededor revoloteaban a una velocidad increíble dos niños tan diminutos que, de algún modo, le hacían parecer un gigante. Junto a ellos, observando la escena, había una mujer, ni muy guapa ni muy fea, una de esas mujeres que saben mantener unida y feliz una familia. Me alegré por él.
Sin saber muy bien por qué, levanté mi mano y le saludé como hace tantos años:
- ¿Como va la vida, Colibrí?
Debió reconocerme también porque sonrió y me respondió como hace tantos años:
- ¡Va y viene, va y viene... pero nunca se detiene!
Zael
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