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Relatos (de) Recreativos (10) - Maldición eterna a todo aquel que juegue estas máquinas

Relatos (de) Recreativos. Historias de ficción ambientadas en salones recreativos. Historias forjadas bajo el martillo del crédito. Historias escritas con la pluma en una mano... ¡y un buen joystick en la otra! (interpreta esto como puedas).



Ramiro Vargas Montoya, alias "Bocanegra", alias "El Maldecidor" no era el típico gitano de recreativos. Donde los otros gitanos enseñaban sus navajas con decisión, Ramiro afilaba su lengua y te lanzaba una maldición:


- "¡Aaay payo! Daaame una moneda que mañaaana te la devueeelvo", solía pedir Ramiro.


- "Lo siento Ramiro, no me queda ni una peseta", solíamos responderle.


- "¡Pues que te habite el infierno, que la lluvia te esquive y tu sed sea eterna. Que la luz no te toque y sabiéndote ciego la imaginación se te niegue!", sentenciaba Ramiro, a lo que uno ya no sabía qué responder.


Lo de maldecir lo llevaba Ramiro en la sangre. Ya desde el vientre de su madre, vendedora de ajos y romero por los mercadillos, podía escuchar las horribles maldiciones y sentir el mal de ojo que dedicaba a todo aquel que no le comprara una ristra de ajos o un ramillete de romero. La madre de Ramiro maldecía por la noche, maldecía por el día, maldecía al pescadero y maldecía hasta su tía. La madre de Ramiro vivió maldiciendo y murió maldiciendo... agonizando desangrada mientras daba a luz a Ramiro en el paritorio:


- "¡Maldito sea este hijo mío y malditos todos los que él maldiga!", fueron sus últimas palabras.


No es de extrañar pues que Ramiro, incluso ya de niño, maldijera sin parar. Ya fuera un enfado o un simple saludo, no había situación para la que Ramiro no tuviera en boca una maldición:


- "¡Buenos días, Ramiro¡", solía saludarle el "jefe" Raimundo.


- "¡Maldito sea el día de hoy y todos los días que han de venir!", respondía él.


Tanto abusó de maldecir que, al final, en los recreativos se convirtió en un hazmerreír. Incluso los más pequeños le quitaban el turno en sus máquinas favoritas, nadie le dábamos monedas cuando nos las pedía y ni los otros gitanos lo tomaban en serio. Cada vez que le escuchábamos maldecir, no podíamos hacer otra cosa más que reír.


Pero, si había algo que a Ramiro sí se le daba bien era jugar a las máquinas recreativas. Aquella tarde llevaba un buen tiempo jugando a una de las máquinas que aún nadie había conseguido completar, y él estaba a punto de conseguirlo. Recuerdo que era tarde y, ya sin monedas para jugar, todos fuimos acercándonos a la máquina donde Ramiro jugaba sin parar. Concentrado como nunca, sin soltar ni una maldición, Ramiro esquivaba, saltaba, disparaba... hasta que por fin derrotó al jefe final. Pletórico se giró y nos dijo a todos:


- "¡¿Quién se ríe ahora?! ¡Ahora ya nadie se ríe de mi!", gritaba mostrando sus dientes negros como el tizón.


Y, sin querer, de un manotazo, derramó el bote de Coca-Cola que tenía apoyado sobre la máquina, empapando el monitor, el panel de control y sus propios pies descalzos. Casi instantáneamente Ramiro comenzó a convulsionar, los pelos se le pusieron de punta mientras hacía aspavientos con sus brazos y piernas, hasta que finalmente cayó totalmente electrocutado al suelo. No podría decir bien por qué, pero todos comenzamos a reír. La forma en que pasó, los espasmos tan esperpénticos... pese a la gravedad de la situación, no pudimos evitar reírnos todos a carcajadas.


Y, entonces, con sus últimas fuerzas, Ramiro consiguió ponerse de nuevo en pie. Con el pelo alborotado, la piel quemada y la boca llena de espuma, hizo un movimiento con sus brazos abarcando todos los recreativos y lanzó su última maldición:


- "¡MALDICIÓN ETERNA A TODO AQUEL QUE JUEGUE ESTAS MÁQUINAS!"


Fue tal la convicción con la que habló, el tono de voz tan grave que salió de su boca que, por una vez, nadie se rio. Fue como si la propia Muerte hubiera hablado por la boca de Ramiro y un escalofrío terrible recorrió la espalda de todos y cada uno de los que estábamos presentes. Ramiro se desplomó definitivamente frente a la máquina y su corazón dejó de latir. Nadie se rio más. Nadie dijo nada.



* * * * *


Es triste reconocerlo ahora pero lo cierto es que, apenas una semana más tarde, nadie nos acordábamos ya de Ramiro ni de lo sucedido días atrás. Y así hubiera continuado, de no ser por la muerte de Jacinto. Jacinto era un gran mascador de chicles, capaz de meterse hasta 5 chicles Boomer en la boca y convertirlos, con su poderosa mandíbula, en una gran masa con la que hacía enormes pompas de chicle mientras jugaba a las recreativas.


Curiosamente ese día Jacinto estaba jugando a la máquina donde falleció Ramiro y, en un momento dado, hizo una pompa de chicle tan grande que esta le explotó en la cara. A todos nos pareció graciosa la situación, hasta que vimos que no podía respirar bien, atragantado con su propio chicle. El jefe acudió corriendo y, separando trozos de chicle de su cara y metiendo los dedos en su boca intentaba desesperadamente sacarle la masa de chicle, extrañamente impregnada por toda su garganta. Nunca vimos al jefe tan desesperado:


- "¡Jacinto! ¡Me cago en la puta Jacinto! ¡Llamad a una ambulancia!", gritaba desesperado.


Cuando llegó la ambulancia ya no pudieron hacer nada por salvar su vida. Jacinto había muerto asfixiado por su propio chicle. Nadie se atrevía a decir nada. Un silencio sepulcral se apoderó de nosotros hasta que, por fin, alguien del fondo dijo lo que todos y cada uno de nosotros estábamos pensando:


- "¡Ha sido Ramiro! ¡Ha sido la puta maldición de Ramiro!"



* * * * *


No hace falta decir que nadie volvió a jugar a la máquina maldita donde habían muerto Ramiro y Jacinto. Pero, pese a todo, éramos niños, y con el paso de los días fuimos recobrando el ánimo, volviendo a llenar de nuevo los recreativos. Mientras evitáramos jugar a la recreativa desde donde nos maldijo Ramiro, nada malo podía pasarnos. O al menos, eso creímos durante meses hasta que la desgracia volvió a visitar los recreativos del Tío Raimundo.


Recuerdo que Raúl "El Gasofa" estuvo jugando toda la tarde sin parar. Solo paró cuando un amigo que se había quedado sin gasolina en su Vespino le pidió ayuda. A "El Gasofa" se le daba bien sacar gasolina de los depósitos. Recuerdo verlo ahí agachado, en la puerta de los recreativos, succionando con un tubo para sacar la gasolina de su moto y pasarla a la Vespino de su amigo. Y recuerdo también al imbécil de Tomás encendiéndose un canuto justo a su lado. Recuerdo cómo cayeron varias chinas encendidas encima de Raúl "El Gasofa". El resto preferiría no recordarlo...


Raúl ardió como una antorcha humana, lanzando, literalmente, fuego por su boca, mientras derramaba la gasolina ardiendo por todo su cuerpo. Lo tiramos al suelo, intentamos apagar el fuego con nuestras chaquetas, pero ese fuego no era de este mundo. Agitándose en el suelo gritaba sin parar, alaridos horribles, pero su último grito fue el que nos heló la sangre a todos:


- "¡Ramiiirooo! ¡Hijoooo de putaaaa!", gritó exhalando un último suspiro de fuego por su boca.



* * * * *


Después de eso, nadie se atrevió ya a jugar en los recreativos del Tío Raimundo. Nadie se atrevía si quiera a acercarse por allí, por mucho que el jefe nos implorara volver:


- "¡Vamos chicos, no seáis gilipollas! ¡Todo esto no es más que una puta coincidencia!", nos gritaba el jefe desesperado por su negocio.


Pero ya nadie dudaba que las máquinas de los recreativos del Tío Raimundo estaban malditas...


- "¡¿En serio, jefe?! ¡No nos jodas! Una muerte puede ser casualidad, dos son una puta maldición... ¡la maldición de Ramiro!", respondíamos poniendo nombre y apellidos a la maldición que azotaba nuestros recreativos.


Días más tarde, el jefe reabrió los recreativos sorprendiéndonos a todos: había comprado varias recreativas nuevas y había puesto unas pegatinas sobre las recreativas antiguas en las que podía leerse la ya famosa maldición de Ramiro:


"MALDICIÓN ETERNA A TODO AQUEL QUE JUEGUE A ESTAS MÁQUINAS"


Aparentemente satisfecho, el jefe se dirigió a todos convencido de zanjar el asunto:


- "Para los cobardes y supersticiosos he traído algunas máquinas nuevas, libres de la maldición de Ramiro. Las antiguas están identificadas con unas pegatinas, y yo no sé si están malditas. Lo que sí se, es que a partir de ahora las he modificado para que tengáis... ¡3 créditos por moneda!", dijo el jefe satisfecho con la solución que había encontrado.


Pero si el jefe intentaba lograr un golpe de efecto poniendo 3 créditos por moneda en las máquinas antiguas no lo consiguió. La gente sólo jugaba a las máquinas nuevas, evitando a toda costa acercarse a las máquinas malditas por Ramiro. Así fueron pasando los días, hasta que una tarde el jefe perdió la paciencia. Un día, claramente borracho, el jefe se puso a jugar él mismo a las recreativas antiguas mientras, con la boca desencajada gritaba una y otra vez:


- "¡¿Veis?! ¡No pasa nada! ¡Estoy jugando y no me pasa nada! ¡¿Dónde está tu maldición Ramiro?! ¡Mira cómo juego a tus máquinas! ¡Estos no son más que un atajo de mocosos supersticiosos, pero yo no! ¡Que te jodan Ramiro! ¡Que os jodan a todos!", jadeaba mientras aporreaba los botones de todas las máquinas.


Así lo dejamos, jugando y gritando, y uno a uno fuimos abandonando los recreativos. Cuando se calmó, el jefe apagó las recreativas y en silencio bajó la persiana automática. Y entonces pudo oír cómo las recreativas volvían a encenderse, pero no todas, sólo aquellas a las que había puesto las pegatinas, sólo las antiguas, sólo las máquinas malditas por Ramiro. Aún medio borracho, se giró torpemente y tropezó con la persiana que estaba ya a su altura, con tal mala suerte que cayó y se golpeó la cabeza quedando inconsciente. La persiana terminó de bajar, como una guillotina a cámara lenta, sobre su cuello. Y así lo encontraron a la mañana siguiente, asfixiado por la persiana automática. Los recreativos del Tío Raimundo nunca volvieron a abrir sus puertas.



* * * * *


Es curioso que tantísimos años después me vengan todos estos recuerdos a la cabeza. Hace años que ya no juego a videojuegos. Mi vista y mis reflejos ya no están para esos trotes. Sin embargo, mi hijo y mi nieto parecen haber heredado mi pasión por los videojuegos. Justo hoy mi hijo me ha llamado para ir a cenar a su casa, parecía entusiasmado y me ha dicho que tiene una sorpresa que me va a hacer mucha ilusión.


Nada más llegar me recibió entusiasmado, casi nervioso, como cuando era un chiquillo y abría los regalos de Navidad:


- "¡Papá! ¡Tienes que ver lo que he comprado! ¿Recuerdas aquellas antiguas máquinas recreativas de las que siempre me has hablado? ¡He conseguido una!", repetía una y otra vez.


- "¿Una máquina recreativa? ¿Te refieres a las réplicas esas tan logradas que venden hoy en día?", le pregunté.


- "¡No, no, una máquina recreativa auténtica de la época! ¡Mira, pasa, el peque y yo llevamos toda la tarde jugando!", me respondió mientras me acompañaba a ver la máquina.


Al llegar a la habitación pude ver a mi nieto jugando en una auténtica máquina recreativa. Hacía muchos años que no veía ninguna, son ya objeto de coleccionista, muy difíciles de conseguir.


- "¡Hola abuelo, mira lo que ha comprado papá! ¿Quieres jugar conmigo abuelo?"


¡Ya ni recordaba cómo se jugaba con estas máquinas! ¡Qué gran sensación jugar a dobles con mi nieto, igual que lo hacíamos de niños en los recreativos de la época! Así estuvimos jugando un buen rato mientras mi hijo me contaba cómo pudo encontrar esta máquina.


- "La encontré en un pueblo cerca de donde trabajo, en un almacén que llevaba años y años cerrado. Estaba lleno de recreativas como esta, llenas de polvo pero muy bien conservadas y el viejo que las vendía prácticamente me la dejó regalada", me dijo.


- "Qué suerte has tenido hijo, ¿te costó mucho hacerla funcionar?", pregunté.


- "Eso es lo mejor, no he tenido que reparar nada, funciona perfecta. Tan sólo tuve que limpiarla y quitar la capa de polvo que la cubría. Por cierto, fíjate qué pegatina más extraña tenía debajo de esa capa de polvo..."


En ese momento dejé de escuchar sus palabras, se me heló la sangre y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Dejé de jugar y me acerqué al lateral de la máquina donde mi hijo señalaba sonriendo la pegatina pegada a la máquina. No necesité leer la pegatina para saber exactamente qué palabras me iba a encontrar en ella:


"MALDICIÓN ETERNA A TODO AQUEL QUE JUEGUE A ESTAS MÁQUINAS"



Zael



(*) El título del relato está inspirado en la novela de Manuel Puig "Maldición eterna a quien lea estas páginas" (1980)



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